domingo, 29 de julio de 2018

ACERAS NEVADAS.

Habían pasado ya unos meses y el calor del verano había quedado atrás.
Atrás habían quedado las risas y la diversión, esa falsa, vacía y estúpida diversión que suele acompañar a los meses estivales y ahora sus pasos se hundían en la nieve, en aceras de un país extranjero, en calles que hubiese querido caminar juntos.

Sus pasos le llevaban sin rumbo por las calles de Manhattan, frías calles en el mes de Diciembre, a pocas horas de que un nuevo año diese comienzo.

Había viajado hasta allí sólo, huyendo de no sabía qué exactamente y buscando algo que sabía no encontraría, esperando lo que estaba seguro no sucedería.

Tenía claro que ese viaje le escocería, que la Gran Manzana nunca sería dulce para él cada vez que le volviese a dar un bocado, pero tenía que hacerlo, algo le decía que debía coger un vuelo y empezar allí un nuevo taco de 365 hojas con días marcados, empezar a gastar papel convertido en 24 horas para que ese vacío que sentía dentro de su pecho fuese rellenandose de rutina y normalidad.

Siguió caminando por las aceras nevadas, cruzándose de vez en cuando con parejas que andaban juntas mitingado los efectos del frío; y es que si, hacía frío esa noche y mientras se abrigaba el cuello con su gruesa bufanda, no pudo evitar pensar en que de haber estado ella allí, la hubiese abrazado por el hombro y atraído cerca de su cuerpo para darle un poco de calor, ese calor que siempre irradiaba de su cuerpo y que de alguna manera solo reservaba para ella.

Pensó, sin poder engañar a su mente para que dejase de hacerlo, en lo que le hubiese ilusionado tenerla allí en ese momento, tenerlos allí en ese momento, sin otra preocupación que el disfrutar de unos días de desconexion, de largos paseos por un Central Park completamente blanco y del típico patinaje en Rockefeller Center, a la luminosa sombra de su enorme árbol de Navidad.

Pero al fin y al cabo, había ido hasta allí para enseñar a su mente a desechar esas divagaciones, a enterrar los buenos recuerdos que tenía y que como casi siempre pasa al mirar atrás, de tan dulces, amargan.

La verdad de todo aquello es que sin querer aceptarlo, sin querer admitirlo, sin querer escuchar lo que su alma gritaba, seguía teniendo la esperanza de que alguien le tocase el hombro y al girarse estuviese ella con un ramillete de muérdago en la mano, como excusa para ponerlo sobre sus cabezas y besarse...una vez más.

Había cruzado medio mundo solo para cicatrizar, pero la herida seguía sensible al recuerdo.

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