martes, 4 de diciembre de 2018

MALÉFICA

Decían de ella que era una bruja malvada, que echaba maldiciones a quien osaba contradecirla, que a su paso reinaba la oscuridad y el color gris, que su corazón era frío y duro como una piedra e incluso había quien decía que simplemente no tenía corazón.

Su mirada era fría, su boca una línea dibujada en un rostro duro y cuando sonreía...era una sonrisa a temer.

Su corazón tenía cicatrices y su espalda tambien, dos grandes y horribles cicatrices que dolían cada día al quedarse a solas consigo misma y que le hacían repetirse a diario y a modo de mantra malvado que el amor verdadero no existía.

Era incapaz de volar por encima de todos sus demonios interiores, surcar el cielo hasta atravesar las nubes grises y poder dejarse calentar por el sol radiante que todo lo cura y da color a las mejillas; ni con las alas que no tenía, ni con las que una vez intentaron prestarle.

Pero había algo que muy poca gente conocía...

Hubo un tiempo en que ella fue un hada, un hada feliz y sonriente que tenía unas alas preciosas, que volaba a toda velocidad rozando las aguas de los lagos con las puntas de sus alas y riendo al sentir su bello rostro salpicado por las gotas de agua.

Fue un hada, de esas que disfrutan haciendo travesuras, de esas que ayudan cuando pueden a quien lo necesita, que dejaba tras de sí un rastro de polvo mágico y miles de sonrisas.

Le gustaba subir muy alto y sentarse sobre una nube de algodón de azúcar a disfrutar del sol y pensar que lo que más le gustaría sería encontrar un gran amor con quien compartir toda la felicidad y los sueños que habitaban su alma.

Alguien que la amase bien y verdaderamente.

Pero un día, el desamor y un corazón negro, aprovecharon que dormía soñando como cada noche con unicornios de colores y en un acto cruel, cortaron sus alas y se las robaron.

Cortaron esas alas suyas que eran su vida y las encerraron en un sótano, dentro de una jaula y a cada uno de los barrotes de esa jaula le pusieron nombre, como por ejemplo miedo, dudas, frío, desconfianza, desesperanza, pérdida, vacío, llanto y un largo etcétera de nombres horribles que mantenían presas a sus preciosas alas.

Y su alma se perdió.

Se perdió y el hada feliz desapareció para convertirse en un ser que se obligaba a no amar a pesar de que la amasen bien, en un ser frío que en cuanto sentía algo de calor cerca de su corazón lo expulsaba al país de las sombras por temor a que convirtiese en agua esa armadura de hielo que había construido para su precioso cuerpo.

Pero en los días en que el sol se colaba tímidamente por algún diminuto hueco, ahí donde calentaba, surgía una flor.

Y ella, que en el fondo era un hada chalada de los sueños, sonreía tímidamente, con dulzura, recordando los días en que fue feliz y creía que había algo llamado Amor que llevaba su nombre grabado y era exclusivo para ella.

Y a pesar de haberse convertido en el ser que era en ese momento, en su más hondo interior seguía viviendo ese hada juguetona que se moría por reír, por besar, por correr mientras era perseguida con el único afán de tirarla al suelo de cualquier prado y besarla entre flores y gnomos que aplaudían y al llegar la noche, quizás con un poco de suerte, ver su vida como si fuese una película con final feliz, tumbada en una cama y con la mejilla apoyada sobre un pecho que latía prácticamente sólo por y para amarla.

Y un día, cuando el mal sea vencido por todo lo bueno que ella lleva dentro y comprenda que si, que el amor verdadero existe, sus alas romperán esa horrible jaula y volarán para ocupar su espacio en esa preciosa espalda.

Y ella volverá a volar libre de todo lo que la sepulta.

Ese día, Maléfica volverá a ser un hada.

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