A veces, optamos por arrancarnos el corazón, ese que tantos bandazos nos ha hecho dar y que ha puesto piedras y zancadillas para que caigamos una y otra vez.
Nos lo arrancamos, aunque duela, simplemente porque el dolor que hemos soportado es aún mayor, porque el dolor que soportamos es aún mayor y porque aún mayor será el dolor que nos va a hacer sufrir.
Si, nos lo arrancamos.
Podríamos dejarlo curar, pero hay momentos en los que estamos tan cansados de que nos duela que simplemente no podemos aguantar que nos deje de doler poco a poco.
Nos lo arrancamos para dejar de sentir, para que deje de manejarnos, para que deje de hacernos mover los pies tras paraísos que nos cierran las puertas, pillándonos los dedos cada vez que intentamos abrirlas del todo.
Nos lo arrancamos y lo guardamos dentro de una caja forrada de terciopelo y seda, para que allí descanse cómodo.
Esa caja la metemos dentro de un cajón y ese cajón lo cerramos con llave.
Para que a partir de ese momento decidamos con la cabeza en lugar de con el corazón, quizás también porque la mitad de ese corazón no nos pertenezca desde hace un tiempo.
Cerramos con llave y la guardamos donde nadie pueda encontrarla jamás.
Solo que ese cajón tiene otra copia de la llave y quien la tiene guardada quizás no sepa ni que la tiene en sus manos.
Quizás no sepa que para utilizarla solo necesite valor y sinceridad.
Valor para matar todos los miedos y sinceridad para mirar a los ojos y decir lo que su propio corazón siente.
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